No me dijeron que moría,
ni un silbido a lo lejos…
No volvieron sus ojos
a la tristeza que comía
mis días y vomitaba mis noches.
No me hablaron del imprevisto
que vestía mi otoño.
Ni advirtieron que mi risa
trituraba melodías y rayuelas
de una infancia tan lejana.
Nadie despertó mis mañanas
ni las pulgas en el blanco piso,
ni la gota del caño que olía
a silencios y mentas en el pecho.
Nadie, ni siquiera el amor
que besó mis pechos limoneros.
Ni la lluvia de pájaros
me hablaron de mi tormenta.
Nadie me advirtió, me moría.
Me hubiese conformado
con un silbido a lo lejos.
VESTAL
La vi sonreír…
Hasta he visto escapar
Monarcas de su boca,
mientras los zánganos
miraban sus rodillas
debajo de la mesa.
La vi mover sus dedos
entre el lacio cabello,
y el agua que desnudaba
sus blancas manos.
Terciopelos de codicias,
sed de presas.
La vi caminar por las noches,
denario de murmullos,
los lobos al acecho.
Nadie sabe si la luna
la arrulló bajo la mora,
o los colmillos bebían
justamente del río,
cuando la guadaña
afilaba con sigilo.
Fruto del limbo… casta…
paraíso prohibido.
Dime mujer,
cuándo tus cuencos
se fueron cerrando.
La vi sonreír,
cuando lanzaron piedras.
Cuando sabía
que nadie tenía la verdad.
“¡Diosa romana del hogar!”