El odio absurdo solo trae lágrimas y desolación

LAS RISAS CESARON Y EL TIEMPO SE DETUVO, TODO FUE UN ECO, ENTRE LLAMAS, SIN FINAL

El tic tac, de las gotas de agua, que aún se escapan de la vieja fuente, me hace traer a la memoria, a mi cantimplora golpeada y desgastada de metal. Me parece ver a mi joven maestra Romina, explicando la suma, la resta y las tablas de multiplicar, que debía aprender con mis compañeros de clases. A veces, me dejaba llevar por las leyendas y mitos de nuestro planeta, sobre dragones, en especial los rojos y de fuego. Otras veces, me aburría, escuchando, teoría tras teoría, que, al final, nunca las apliqué.

Cierta noche de verano y de amantes escondidos, un dragón despertó y estremeció al pueblo con su rugido. La barbarie y las llamas danzaron, devorando a la iglesia. Aquel espectáculo parecía un cuento de hadas maléfico. El dragón, de cola de fuego, se extendió por una cuadra de mi pueblo, y me perseguía con su mirada. Mis amigos y familiares pedían auxilio, corriendo despavoridos, buscando ayuda para salvar a las casuchas de al lado del templo.

Al amanecer, entre los cantos de la corocora, las nubes grises y el olor a leños chamuscados, observé con tristeza a muchos de los habitantes secarse sus lágrimas negras con sus trapos tiznados. Por fortuna no hubo víctimas humanas. Sin embargo, algo muy curioso llamó mi atención: la imagen del santo patrono del pueblo quedó intacta, y parecía que lloraba. Ese dragón de fuego, nos estaba alertando de lo que podría venir, si no aceptábamos su reino.

Muchos arrieros empacaron sus bienes y partieron, abandonando sus tierras y hogar. Unos panfletos empezaron a adornar el pueblo, me arrepentí entonces, por no saberlos leer y prestarles atención a las clases de mi maestra. Los días siguientes fueron de tensión, se escuchaba un cuchicheo en voz de tono bajo entre mis padres y amigos. De un momento a otro, aparecieron los soldados de plomo, vestidos de colores bonitos, entre bombos y platillos con armas de verdad. Eso me pareció divertido en ese momento.

El pueblo respiró feliz, los panfletos desaparecieron y el dragón nunca más regresó. Pasaban los meses, y ya casi, estaríamos en las vacaciones.

Y sus pobladores olvidaron al dragón, menos yo. No podía borrar su mirada sobre mí, estaba convencido de que vendría a buscarme.

Un viernes antes de terminar las clases, jugábamos a las canicas. Ese día estuve de suertes, las gané casi todas, y antes de entrar al salón, las dejé en la fuente y cerré la reja con cuidado, como si ocultara un gran tesoro. Observé que mi cantimplora estaba sobre la fuente, arrugando mi frente, dije para sí: «a la salida vengo por ella, también».

Empecé a correr con una sonrisa de campeón en mi rostro, saltando y acomodándome los tirantes, antes de llegar dichoso al salón de clases. De repente, me vi entre los aires. Creí tener alas, en verdad me emocioné, pero al estar entre las nubes escuché cómo el barullo y las risas de mis compañeros pasaron a llantos y gritos de terror. El dragón me miraba, gritando que venía por mí y luego con rabia me engulló. No tuve escapatoria, ni lo pude vencer, tampoco volar; mis alas se derritieron.

Aquel dragón de fuego estaba furioso, se consumió en mi escuela, no quiso salir, su ira lo alimentaba, no hubo piedad. Sin clemencia alguna en su corazón de odio, no le importó que fueran tiernos niños y niñas; uno por uno se tragó a mis compañeros. Y ni hablar de mis profesores, y de todos los que trabajaban en aquel lugar.

Carruseles de lágrimas y luto, adornaron por meses aquel pequeño pueblo. Extrañamente, la fuente donde jugábamos se conservó intacta y con las rejas abiertas. Ahora está rodeada de ángeles que apuestan a las canicas; y los demás son hadas y duendes recorriendo un pueblo fantasma, que fue devorado por un dragón rojo que no volvió a aparecer.

LASKIAF AMORTEGUI (Colombia)


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